En la época de cancelación e iconoclastia irreflexivas, abundan los discursos complacientes, modelados por las simulaciones de corrección política que se escudan tras los movimientos y los reclamos sociales. Se exalta el descaro pero se condena todo lo que tenga aspecto de ofensa; y para que no muera, esa irreverencia se convierte en una rutina de standup comedy plagada de vulgaridad y obviedades. Deviene insolencia.
No se necesita más complacencia pudorosa de la vigilancia social.
Tampoco se necesita más contenido vulgar, vacuo y choteado.
Ni complacientes ni irreverentes.
Tenemos que ser altisonantes.
En el sentido más profundo y amplio de su etimología y de su carga semántica, así como de sus implicaciones figurativas: Sonar fuerte, con voz alta, firme, clara e incluso estentórea.
Pero no violentos. Ni vulgares.
Altisonantes.
Y la altisonancia comporta en su otra raíz la altura no sólo del sonido, sino de la voz, de la lengua y el código de comunicación.
Lo altisonante interrumpe la comodidad, perturba el letargo, nos pone en alerta y nos deja pensando.
Sobre el primer número-tema de nuestro proyecto
Hay pocas actividades de la humanidad moderna más altisonantes que la pornografía. Sin embargo, se la mantiene callada tras la navegación anónima en internet o en el doble fondo de algún cajón de escritorio.
O, por contraste, se la anuncia con descaro y sorna en las maneras más innobles del discurso. O es susurro o el grito de un perico.
Por eso decidimos que el tema central del número inaugural de este proyecto fuera tan altisonante como su nombre. Esperamos que lo disfrutes.
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